domingo, 15 de mayo de 2022

REMANSO

 


Mi compañera se me cuelga del cuello y, muy pegada a mí, resbala hasta el suelo, se enreda entre mis pies. Ella sabe que no conseguirá hacerme caer y disfruta zancadilleándome en vano. A veces miro hacia abajo para verla: está ahí, asomando apenas la cabeza, mirándome oscura, sin ojos, imagen de un espejo sombrío y primitivo. Pesa el sol, cuesta mover los pies y se fatigan los ojos propicios al espejismo en esta hora alta. Y acaso sea un sueño, un espejismo de la siesta imposible, este ser que camina con el alma en los pies —el alma es una sombra que viene con nosotros, una sombra sin ojos para no ver nuestra fealdad reflejada en ellos—. 

¿Qué hacer? ¿Qué podemos hacer mi sombra exigua, mínima, y yo, mientras suda el asfalto y el aire se ahoga en un oleaje de calor? Encamino mis pasos hacia el parque. Entro por un camino lateral en un mundo fresco y tranquilo, donde el sol se rompe en mil pedazos contra el espeso ramaje y los viejos árboles dictan su ley umbría y silenciosa. El parque se abre en colores de pavo real, en ronroneo de palomas, en un verde de peces y de hojas, y hasta parece que el aire se levanta tibiamente en un frescor de paraíso. Arcadas y arbotantes naturales coronan las galerías, las cámaras, los corredores de la inmensa catedral donde se adora al más antiguo dios, y yo, empequeñecido, solitario, rendido, me siento en un banco sin atreverme a pensar siquiera. El tiempo se ha detenido de repente. No cabe ya sino abandonarse, recobrar el panteísmo perdido, el placer natural y sencillo, ser el yo primitivo de un tiempo diluido. Irse lentamente, sin sombra, en un mundo de sombras…

…Imposible continuar así, en esta encrucijada de tiempo, umbría y sosiego. Imposible, y lo comprendo cuando el ámbito se llena de gritos y colores extraños. Pasan por las avenidas los vendedores de barquillos y el fotógrafo ambulante instala estratégicamente su trípode. Pasan ojos que miran sin ver y ojos que ven sin comprender. Pasan manos y pies. Pasan frutos secos, cigarrillos, vientres, ocios. Pasa un mundo abigarrado y confuso que busca el espectáculo gratuito del pavo real enamorado, la blanca majestad del cisne —el gran pato blanco— o el torso de un árbol donde grabar el instante fugitivo. Van pasando, es su hora, la hora del coro, del gran yo colectivo, de la costumbre y el uso, y debo abandonar la escena.

El sol ha ido abandonando paulatinamente su altura de fuego. Camino de espaldas a él, tras de mi sombra que va alargándose como una mano, buscando asir las sombras de la noche. Una marea lenta, arrolladora, camina por las calles, se apodera de las terrazas, penetra en las tiendas, los cines, los parques. Un río desbordado, un agua turbulenta, sin remansos, avanza. Podría huir, indicar el camino a esa mariposa vacilante, perdida entre hormigón y acero, pero, resignado, abúlico masoquista, continúo mi deambular, buscado ahora una copa y un amor con que engañar mis sueños.   

miércoles, 11 de mayo de 2022

PALABRAS

 


En mi juventud, cuando ya concebía poemas decentes y me obligaba a escribir en prosa pensamientos, crónicas, vivencias… para lograr soltura, leía, entre otros, los artículos de Julián Marías que escribía en Triunfo sobre cine y, sobre todo, leía a Francisco Umbral. El estilo periodístico de Umbral, y el literario también, es original y único. Leía sus artículos cuando los tenía a mano y, por aquella época, me hice con Las ninfas y Los helechos arborescentes. Creo recordar que es en el primero, que fue premio Nadal, donde habla del  escritor adolescente y de la necesidad, como decía Baudelaire, de ser sublime sin interrupción. Y a ello aspiraba yo, aprendiendo a salto de mata, sin orden ni concierto, en un revoltijo de lecturas variopintas, y tirando de diccionario para ir paso a paso moldeando palabras en la adobera, palabras que ponía a secar al sol de las frías noches castellanas a fin de usarlas sobre aquellos primeros cimientos del que sería sublime edificio futuro. Leía a Paco y lo tuteaba embebiéndome en su estilo mientras buscaba el mío propio. Leía al autor de Mortal y rosa, al filósofo Marías y a Miguel Delibes  porque los tres estaban vinculados a Valladolid. Marías nació en la ciudad del Pisuerga y creció en Madrid, Umbral hizo el recorrido contrario y Delibes fue vallisoletano toda su vida. Paco me descubría una ciudad romántica y canalla y Miguel una Castilla rural que difería de la que yo conocía y un habla de pueblo que desconocía. Ambos despertaban en mí  el amor a la tierra y el gusto por las palabras bien fraguadas y enlucidas. La escritura de Julián era más académica, más de aprender y gustar del cine que también ocupaba gran parte de mis ocios. Luego vinieron otros muchos autores y los diccionarios enciclopédicos. Y fui aplomando palabras en estantes de viento, tochos de arcilla, hormigón, mármol… para tornar después a los orígenes, a esas palabras campesinas y aladas que me acompañan en este retiro de relecturas y reescrituras mientras cae la tarde, el telón del drama, o un the end infinito desde  la macilenta pantalla. Continuo leyendo, explorando nuevos autores y autores olvidados, descubriendo palabras, tesoros en yacimientos velados o bajo el cielo más nítido. Soy deudor, como todos, del verbo que uso, de los materiales y la estructura y hasta es posible que lo que ahora digo ya haya sido dicho. Porque usamos el lenguaje como un don, como un legado para construir belleza intangible, una obra, un poema que nos sobreviva sobre el cenotafio que alberga las últimas palabras.

 

domingo, 24 de abril de 2022

DONDE EL MAR NO SE VE



Y ahora va la abuela y nos dice el cuento del marinero que nació tierra adentro. La abuela narra historias a todas horas porque viene de un tiempo donde la palabra era más valiosa que pan tierno, cuando los grandes hablaban y los pequeños escuchaban, y todos estaban de acuerdo con la ordenación del mundo.
 —Santiago —cuenta— nació lejos del mar, en un lugar tan retirado como esta aldea nuestra. En aquellas fechas, mucha gente de aquí y de allá ignoraba que cosa era el mar, algunos ni siquiera habían oído de hablar de él. Cierto día, ya adolescente, unos zíngaros que recorrían caminos y pueblos estañando cacerolas, afilando cuchillos y tijeras, reparando enseres de cultivo, danzando y entonando canciones, recitando aleluyas y versos, narrando acontecimientos tan extraordinarios como verídicos y ganándose con esto la vida y el cielo, mencionaron la mar, ¡qué digo!, la dibujaron con palabras, sonidos y voces tales que parecía que las olas bajaran como una galerna por las montañas y se amansaran avanzando plácidamente por el valle donde discurre nuestro río, ignorante, entonces como ahora, de su destino marinero. Hablaron de monstruos que salían de sus escondrijos abisales para llevarse los barcos al fondo, de tesoros perdidos y nunca encontrados, de intrépidos marinos que descubrieron tierras fabulosas e imposibles de imaginar. Mencionaron también a los pescadores que faenaban días y noches en el mar para aprovechar sus recursos jugándose la vida. Cuando se marcharon, Santiago desapareció, no estaba en parte alguna. Muchos años después se supo que había ido con ellos para ver el mar. Y se quedó allí. Salía a faenar por la costa del Garraf y tuvo un hijo que un buen día, buscando sus raíces, hizo el viaje en sentido contrario.
 Yo escucho a la abuela fascinado y boquiabierto y me imagino, pescador como Santiago, cobrando un pez enorme que calma el hambre de toda la familia y mi hijo ya no quiere alejarse, porque a pesar de que la mar es dura y exenta de lujos para las gentes del litoral, para los pueblos que pierden esforzados marinos entre las olas embravecidas de voraces fauces misteriosas cobrándose en vidas humanas la pesca que libran en tiempo de bonanza, la vida del marinero es libre y maravillosa.
—Abuela —le digo— me gusta la mar, a pesar de no haberla visto nunca. Yo creo que siento el mismo deseo que sintió Santiago. Siento algo, algo…, algo como tiene que ser el amor. 
—Es una de tantas historias que se cuentan, niño mío. Antes la gente del interior no conocía el mar excepto raras excepciones como la de Santiago, el marinero de tierra adentro. Ahora la gente viaja y muchos han visto lejanas tierras, océanos y mares. Y tú, algún día, también verás la mar. 
—Ya sé que la veré. Pero yo quiero ser marinero. Si todavía vinieran los zíngaros, me iría con ellos. 
—Ay, hijito —dice la abuela, mirando para adentro o atrás, muy atrás, de ella misma... 
La abuela nos habla sin cesar, relata anécdotas, cosas que son verdad y cosas que son mentira. Yo lo escucho y oigo el rumor del mar y de la lluvia como si estuviera dentro de un sueño. Yo ando siempre por encima de las montañas oteando el horizonte, pero el mar no se ve. Y quiero ver el mar. Quizás si lo viera se amortiguaría este deseo que siento de bajar río abajo desde que sé que al final de los ríos siempre está la mar... 

 Y ahora va la abuela y cuenta la terrible historia del niño que subía a la montaña para ver el mar. Como el abuelo aquel que no conoció. La mar estaba tan lejana que no se podía ver. Así que cogió todo lo que consideró imprescindible para viajar hasta ella y, sobre una rueda de tractor, se lanzó a la corriente del río. 
—La vida es como una atracción de feria. Siempre dando las mismas vueltas y siempre cambiante de protagonistas. —La vieja va hablando cómo si lo hiciera para sí misma, sin cesar de mirar hacia la lejanía, hacia un mar que no se ve, una mar que late como la sangre más allá de los montes.

 (Abril, 2022. Escrito con un guiño cómplice a Ernest Hemingway y a Ana de la Arena)

lunes, 18 de abril de 2022

FECHAS

 


Ella se acuerda de todas las fechas. Todos los nacimientos, las bodas, las defunciones. Como lo hicieron siempre las mujeres de la casa. Los hombres recuerdan otras fechas y otros nombres. Sólo ella sabe las efemérides del llanto y la alegría. A mí me agrada escucharla cuando habla. Es como abrir una puerta al tiempo, un portal a una dimensión olvidada. Mi tío conoce las fechas de todas las batallas desde que hay registros históricos. Habla de derrotas y victorias como quien lo hace del tiempo que hizo ayer. El abuelo controlaba los santos y festividades religiosas. Siempre anunciaba la conmemoración del día y, si le daban un nombre, decía cuando se celebraba su onomástica. En casa siempre fuimos muy de fechas. Mi hermano, por ejemplo, es ducho en datar ciertos acontecimientos deportivos y yo ando memorizando nacimientos y defunciones de poetas reconocidos o que me parecen importantes. Cada cual arrima las fechas a su sardina. Y es que hay fechas para todo porque el tiempo no se detiene y hay más días que longanizas. Un primo lejano comenzó con el santoral y ahora se ha pasado a la celebración del día mundial de…, que tiene más caché y  aceptación entre los neófitos. En mi familia coleccionamos fechas como quien colecciona sellos.

Ella sabe todas las fechas y avisa cuando llegan. Mientras tenga memoria estaré viva, dice cuando evoca otros tiempos o nos avisa que nos vamos haciendo mayores. Ayer mismo recordó que su padre nació con el siglo y murió un viernes de dolores. Aquella semana santa también cayó en abril. Pero hoy, lunes de pascua, se ha quedado sentada al sol primaveral en su mecedora y no ha abierto la boca en todo el día. Mi hermano recuerda que el Barça ganó su última champions a la Juve el sábado seis de junio de 2015. Mi tío despotrica contra las guerras actuales. Mi primo, el segundo de tres hermanos, dice que su día es el 12 de agosto. Y yo repaso la generación del 27. Ella calla.

Ella calla y es como si acabara el mundo. ¿Qué vamos a hacer cuando no nos diga quien cumple años mañana, cuándo se casaron las mellizas o cuántos años hace que murió la tía Asunción? Estas cosas no las sabe el facebook. Y ella calla Y mira la puesta de sol. Y se mira para los adentros. Y me mira a mí como diciendo: acuérdate de esta fecha.


domingo, 10 de abril de 2022

AIXÒ ÉS OR, XATA

 



La cuna de la horchata fue durante el pasado fin de semana patria de los versos. Entre aromas de azahar y viento frío, flotaban por calles, por plazas, por esa Venecia mínima que es Port Saplaya. Alboraia se engalanó de primavera y poesía. Los poetas iban, pañuelos y melena oreando en la brisa, con asombro en el rostro y poemas en los labios, de rincón en rincón, del magnífico auditorio frente al Ayuntamiento a los salones Olimpia donde se dio por concluido el encuentro ya de madrugada. El XXIII Encuentro de Poetas en Red propició que l’Horta Nort luciera sus mejores galas para recibir a más de 60 poetas y sus acompañantes. En Facebook numerosas imágenes, vídeos y comentarios lo atestiguan. Fue ocasión para saludar a estimados poetas tras los años de extrañamiento vividos, poner volumen y carne a amigos de la red y conocer a otros. Lástima que el tiempo no dé para mucho más. Es cuestión de continuar ahora fortaleciendo lazos poéticos con la ciudad levantina y otros puntos de España. He estado en Alboraia varias veces, pero nunca la viví así. Volveré como poeta y amigo. La poesía proporciona placenteros momentos y agradables compañías que hacen la vida más amable y llevadera. Lástima que muchas instituciones no se vuelquen con la cultura como lo hizo el consistorio alborayense con con su alcalde a la cabeza y el concejal de cultura con quien mantengo ya contacto. Y, como la poesia és or y hay golpes en la vida que son como el rítmico oleaje de los versos en las aguas tranquilas de un puerto de levante, tras contribuir a la presentación en Cornellá de Arteria, último poemario de la admirada y admirable Consuelo Jiménez, concluí la semana con un botillo berciano en el Nou l’Espantall de Cambrils con la inestimable complicidad de Ramón García Mateos y Juan López Carrillo. La sobremesa se prolongó hasta bien entrada la tarde y Manuel del Ojo puso música para acompañar algún que otro poema que se nos vino a la memoria. Y, como colofón, me volví para casa con la reedición recién salida del horno de la Poesía completa de José Agustín Goytisolo que prepararon en 2009 Carme Riera y Ramón García Mateos en edición crítica. Or pur.  




miércoles, 30 de marzo de 2022

LUGARES DE PASO

 


Queremos pensar que estamos de paso por la vida, deseamos creer que nuestra meta no es la muerte. Que no tenemos la capacidad de discernir y tomar conciencia de nuestra existencia para terminar siendo polvo y recuerdo en el mejor de los casos. Ante la duda, deseamos dejar huella de nuestra breve andadura, de la realidad que vivimos o soñamos y para ello nos servimos del arte y de la historia; usamos las palabras como rastro y vereda, como conciencia de nuestros actos. Los lugares por donde pasamos cuentan nuestro avance por la vida.

 Nuestro primer contacto con la existencia terrenal es el lugar de nacimiento. Para muchos será nuestro pueblo para siempre, aunque lo hayamos dejado atrás. Hay gentes de un sólo término o paraje, que nacen, viven y mueren en el mismo sitio, pero la condición natural del hombre es el nomadismo. Fue y es el motor del progreso. El nómada surge para satisfacer la curiosidad innata del hombre  hacia lo desconocido. Incluso el sedentario abandona su hogar en ocasiones, aunque sea para hacer turismo.  Otros marchan se su lugar de origen impelidos por la necesidad: la guerra y el hambre en el sur empobrecido por la codicia de unos pocos, el deseo de un futuro mejor en  países más favorecidos pero con una clase política que legisla para su bolsillo. Uno deja su lugar de nacimiento, y a veces su país, por múltiples causas y va olvidando señales y vestigios por lugares de paso que jalonan su existencia.

Yo, lo dije alguna vez, tuve una infancia pequeña y castellana. Abandoné el pueblo pero nunca lo olvidé. Allí sólo crecen recuerdos, es un territorio de ausencias que me obliga a tornar a él de vez en vez. Aunque viajemos conociendo mundo, gentes y paisajes, considero lugares de paso aquellos en los que he vivido al menos una larga temporada y han dejado impronta permanente en mí. Tras Sardón, Castillo y Elejabeitia sirvió para darme cuenta de la falacia de la religión. Los frailes gabrielistas, en dos años de internado, me apartaron, sin proponérselo, de su dios, que era el dios del imperio (todo escrito con inicial mayúscula) y me alentaron a escribir. Después, Valladolid, durante cinco años de estudios y dos de trabajos y amoríos, fue  apodíctica estancia donde se forjó el poeta que soy ahora. Ignoro si Sabadell, mi residencia más durable, será mi último lugar de paso. Cuando dejé la escuela, quería ser escritor y vivir en Sardón. Ahora, que no soy escritor ni moro en el pueblo, quisiera acabar mis días junto al mar, tal vez en algún rincón levantino porque Valencia es otro lugar de paso al que vuelvo con frecuencia. Y esperar ligero de equipaje, como dijo el poeta sevillano, la nave que nunca ha de tornar, pues

 que sólo hombres somos, somos huellas
de pasos en la mar y las estrellas.
 (Este estrambote pone punto y final a la serie de sonetos dedicados a Ángel Cazorla Olmo, hombre, poeta, amigo que, con el título Lugares de paso, presenté al tercer certamen de poesía Poetas de Almería) Aquí la obra completa.

domingo, 27 de marzo de 2022

POESÍA

 


El pasado lunes, entre otros, fue, y lo celebró quien quiso y pudo, el Día Mundial de la Poesía. En este moderno santoral de la ONU y sus organismos oficiales hay días de todos los colores y para todos los gustos. Curiosamente estas jornadas ecuménicas las celebra cada país, cada comunidad, y hasta cada poeta (el 21 de marzo), desde su particular hagiografía patria. Hay gente ignara y poetas cuerdos que no lo festejan de manera especial. El día de la poesía, como el de la mujer y tantos otros es, o debe serlo, cada día, cada amanecer, sin necesidad de proclamarlo y retuitearlo a los cuatro vientos. Internet es terreno propicio para que nazcan, crezcan y mueran todo tipo de yerbas, buenos frutos y cizaña. El consumidor ha de saber elegir, y discernir la ambrosía de la ponzoña o el simple yerbajo inútil. Como todo en la vida. En las redes sociales se lee muy buena poesía junto a harapos que quieren pasar por vestimenta de versos. Hay poetas, que lo son dentro y fuera de ellas y pseudo-poetas jaleados por malos lectores de poesía. Unos y otros se manifiestan porque la viña del señor tecnológico no distingue la buena semilla del esqueje ponzoñoso o el liquen advenedizo. Y este inicio de la primavera o el otoño, según se mire, propicia el lirismo, qué duda cabe. Y puede que aumente el número de lectores, cual sucede en el día del libro, al menos de boquilla, lectores de poesía, o de cierta poesía. Yo, ya digo, soy más de celebraciones a salto de mata y de escribir a ratos y cuando las musas me acucian en mi dulce retiro jubilar. Por eso me ha pasado el mentado día, y la semana toda, de puntillas. O casi.

Cuando en mi lejana juventud adquirí la Antología de Gerardo Diego, que reeditó Taurus, leí atentamente todas las poéticas que le enviaron los autores antologados por ver si descubría qué cosa era la poesía. No lo conseguí, pero me sirvieron de guía para la (poética) que figura al frente de mi primer libro. Cada poeta —escribía entonces— puede dar un concepto distinto de poesía. Por esto mismo la Poesía es inconceptual. La pregunta de Bécquer continúa en el aire admitiendo respuestas de toda índole. La  Poesía es múltiple y singular. Se la encuentra en cualquier parte. Desde entonces, tanto mi poesía como mi opinión sobre ella, apenas han cambiado, salvando la soltura y solvencia que da la madurez. Comprender el mundo y contarlo —he dicho alguna vez— es misión del poeta. O no comprenderlo y contarlo igualmente. Mirar con ojos diferentes y buscar las palabras que plasmen lo observado, el júbilo y el dolor, la injusticia y la libertad, el amor y la muerte. Ser aguijón y conciencia, compañero de copas y cómplice de versos.

La poesía nació para ser cantada porque el pueblo no disponía de muchos momentos de esparcimiento y además no sabía leer. Hay poesía propicia para el canto o la declamación. Y otra se puede adaptar. Paco Ibáñez, pongo por caso, como tantos cantautores y rapsodas, la ha popularizado, aunque dudo que la poesía llegue a quienes nunca serán capaces de abrir un libro de poemas como quien abre el cofre de un tesoro. Así y todo, la poesía se debe leer. En estos tiempos que vivimos con la imagen en el bolsillo, la poesía se debe leer. Y muchos  no saben hacerlo y los juglares ya no cantan para ellos. La poesía, es cierto, necesita tomar la calle con esperanza y libertad en las manos porque es también un arma, debe levantar la voz y pisar el barro y la sangre cuando es necesario. Pero exige también su noche y su silencio. Su infalible mañana y sus lectores. Seamos cómplices, amigos, leamos poesía. Cada vez me siento más deudor de ella, no por los versos que he escrito y los que aún pueda escribir, sino por los que he leído y leeré. Y por los que nunca se me revelarán.

CUANDO EL MUNDO SE LLAMABA CERRALBO

    Todos los buenos autores poseen su propio estilo, definido e inconfundible. Los lectores, luego, por afinidad, gusto u otras circunsta...