Ciertamente no soy
escritor. Pude llegar a serlo. Aún puedo escribir textos memorables. Todo es ponerse
y darle vueltas al asunto hasta conseguir cierta precisión o sublime belleza.
Pero para ser escritor no es suficiente. Tampoco escribir un drama le convierte
a uno en dramaturgo, aunque el texto obtenga un prestigioso premio y, en consecuencia,
se represente y se edite. ¿O sí? En todo caso Un puente atraviesa la noche ha obtenido la mayor puntuación del jurado,
dotando al autor de un legítimo orgullo. Reproduzco una parte del prólogo que
la escritora y guionista, finalista del último Nadal, Almudena López Molina,
dedica a este Drama en un acto o tragedia
en el aire en la edición que reúne las obras ganadoras
y los accésits de teatro breve y
teatro mínimo del XIII Certamen de Teatro
Dramaturgo José Moreno Arenas , junto a dos piezas del propio José Moreno:
«Identidades
en potencia
Un
puente atraviesa la noche, del
veterano autor vallisoletano Jesús Andrés Pico Rebollo, es la pieza
ganadora del certamen en la modalidad de teatro breve. El dramaturgo compone con
ella una reflexión sobre las razones que motivan la elección entre desear la muerte
y aferrarse a la vida a través de un agudo retrato social. El puente al que
alude el título, planteado como espacio donde transcurre la acción, es al mismo
tiempo un escenario simbólico capaz de evocar los múltiples sentidos posibles de
esta infraestructura al compararla con la existencia: es, por tanto, un lugar
de paso, donde nadie permanece, pero también un punto de encuentro entre dos márgenes,
dos extremos opuestos; un no-lugar ambiguo, impersonal y vagamente decepcionante,
carente de la épica esperada para un suceso excepcional —como debería ser la
celebración de la vida o la consumación de la muerte—, donde todos los personajes
se encuentran desubicados, como lo estamos quienes nos situamos entre ambos
extremos. Es el lugar escogido por los personajes para consumar su relato vital:
suicidas que intentan dejar de serlo solo en potencia. Porque el drama de esta
pieza, escrita con ágiles diálogos cargados de ironía, se encuentra en la incapacidad
de estos individuos de liberarse del todo de lo potencial de su identidad.
La temprana mención a
Hamlet en la primera frase pronunciada por el primero de los suicidas que se
nos muestran no es casual ni gratuita: esa duda que paraliza, esa ambivalencia
entre extremos de acción que impide el desarrollo de la potencia encerrada en
los personajes, es intrínseca a la identidad
de todos los suicidas, salvo el último en entrar en escena, el único que hace
honor a su nombre. El resto —identificado por lo demás, no por un nombre propio
sino por esa voluntad de acabar con la propia vida—, es más un arquetipo, una
construcción abstracta y
despersonalizada, difuminada, que un personaje individual representado desde el
naturalismo. Cada uno de los cuatro suicidas encarna un amor y un temor a la existencia
y, con ello una razón para vivir y una razón para morir. No en vano, además de
esta representación arquetípica, a todos ellos les une también un retrato común
a través del habla: reflexivos observadores de su propia existencia, analizan e
interpretan sus avatares, filosofan sobre sus razones para la vida y la muerte,
desde una pedantería racional y abstracta, poniendo así distancia con el espectador.
Como contraparte a este retrato conceptual de personajes quejumbrosos atrapados
en el mundo de las ideas, el autor escribe las identidades mucho más naturalistas
y precisas de los miserables desgraciados a pie de tierra: el indigente y la prostituta.
Son ellos, desde su hambre y su frío, quienes hacen bajar el discurso de los suicidas
de las nubes y lo traen de vuelta al calor
de lo humano.»
Para acabar una frase aparecida
en el Ideal de Granada, referente a
esta edición: