Esta semana la paso de reposo absoluto con un vendaje compresivo en la rodilla izquierda. A ciertas edades cualquier accidente tonto nos mete en boxes durante un tiempo. Y es que ya tenemos chasis y motor muy tocados y cualquier roce resulta problemático. Desde que en 2016 se bloqueara la maquinaria motriz por obstrucción en los conductos circulatorios y me viera obligado a retirarme de la alta competición laboral porque ya no bombea el combustible a un ritmo competitivo, he tenido un par de percances en el sistema locomotor. El primero en 2019, siendo pensionista por enfermedad, debido a una aparatosa caída sobre la calzada en una calle perpendicular a la Rambla con aceras mínimas. El sol matinal no me permitía ver con nitidez y decidí limpiar las gafas con el fieltro que llevo para tal fin, sin dejar de caminar con la alegría primaveral que la despejada mañana imponía. Frente a mí circulaba una señora con un niño en un carrito. Me aparté hacia la calzada para dejarla paso, con la mala fortuna de pisar de el bisel del bordillo, perdiendo pie. Instintivamente aterricé sobre el asfalto con las manos por delante, rompiendo las gafas y produciéndome un hematoma en el pulpejo de la palma derecha que la mujer, madre preparada, eliminó con un espray milagroso. Me levanté dolorido con el morro de un coche, que hubo de frenar de golpe para no atropellarme, delante de las narices. Me produje un esguince en el tobillo derecho que me obligó a usar muletas durante un tiempo para realizar mis habituales quehaceres. Y el segundo, el pasado martes, siendo ya un feliz jubilado que pasea a la perrita de su hijo cuando éste trabaja. En un pipican de esos modernos donde los perros juegan, corren y hacen sus necesidades, fui arrollado por Gala que con seis meses me llega al muslo con su lomo de pastor belga. Corría con otro perro y me pilló desprevenido golpeándome como una exhalación la pierna izquierda a la altura de la rodilla. Noté el brusco giro sobre el pie apoyado y un fuerte pinchazo en el ligamento interno. Me dejé caer al suelo rodeado por dueñas y dueños de canes (que en esto parece que hay mucha paridad) y, tras reponerme en uno de los bancos del lugar, retorné a casa como pude. Y aquí estoy. No hay rotura y en una semana estaré restablecido. En casa y con la pata quebrada paso revista a los accidentes de mi vida. Recuerdo algunas heridas y quemaduras que me produje de pequeño; nada extraordinario. Con 13 años ya había abandonado la escuela y comencé a trabajar en el campo. Vendimié, recolecté patatas y esculé remolacha para irme haciendo a la idea de lo duro que es trabajar la tierra. La remolacha azucarera, que tiene un tamaño considerable, se extraía volteando la tierra con el arado y se esculaban una a una, separando las hojas de la raíz con el golpe seco y certero de un hocino. Para ello apoyaba la remolacha sobre la rodilla izquierda ligeramente flexionada quien era diestro y sobre la derecha quien zurdo, dejando cual cabellera al aire las hojas, que se guillotinaban a golpe de hoz. Había que ser hábil, recio y preciso para lograrlo de un solo corte en el lugar exacto, manteniendo un ritmo constante y cuidando de no clavarse la herramienta en la rodilla, como a la postre me sucedió a mí. Fue mi primer accidente laboral y, lo que son las cosas, en la misma rodilla que llevo vendada ahora. Años más tarde, acabada la oficialía de torno, trabajé los meses estivales en un taller metalúrgico de Valladolid. No llevaba calzado de seguridad y a finales de septiembre, a punto de acabar el contrato, me corté a ras de bamba en la zona posterior de la pierna (he olvidado cuál de ellas) con la viruta desprendida del torno que se acumulaba en el suelo como una deslavazada serpentina de acero. Recuerdo que el médico de la empresa me cosió la herida en vivo y me mandaron a la mutua que extendió mi primera baja laboral. Comencé primero de maestría de baja y cobrando. Se puede decir que con mala pata y buen pie. Años después, trabajando en Industrias del Fleje de Sabadell, me taladré el índice de la mano izquierda con una broca. Lo reseño como curiosidad pues nunca se me ha dado bien andar con las manos, ni siquiera hacer el pino. Pero, cuando tuve verdaderamente la pata (ambas piernas para ser justos) quebrada fue como consecuencia del grave accidente laboral del 18 de junio de 1997 durante las obras de la estación de Magoria (FGC), cerca de la Plaza España de Barcelona. Andaba comprobando las uniones soldadas de unas vigas transversales a cinco o seis metros del suelo. Accedía por una escalera de mano apoyada en la viga incumpliendo la norma de seguridad que dice que el final de la escalera debe sobresalir del punto de apoyo. En este caso porque el techo estaba demasiado cerca. Para soslayar el peligro, dos peones sujetaban la escalera mientras yo permanecía en ella. Cercana la hora de la comida, me disponía a hacer la última comprobación cuando el encargado haciendo una seña a uno de los peones para que se fuera con él, dijo: “Me llevo a éste que me hace falta. Aquí te dejo otro”. Y se llevó al que ponía la bota para que la escalera no se fuera para atrás, digo yo, porque antes de alcanzar la viga noté como cedía el mundo bajo mis pies y caía a plomo sobre el hormigón y los raíles. Llegué a percibir unos sacos amontonados e hice intento de saltar hacia ellos pero, sin punto de apoyo y sin tiempo material, me encontré tendido en el suelo. Entre varios operarios me colocaron sobre los sacos y el encargado no se separó de mí hasta que llegó el personal sanitario. Yo sabía que tenía la pierna izquierda rota porque presentaba un ángulo anormal y me dolía más que el resto del cuerpo. La chica de la ambulancia me la puso recta para inmovilizarla. Ahí sí que vi las estrellas. En el Clínico me cosieron una brecha que me produjo la escalera al golpearme la cabeza y me hicieron las pertinentes radiografías, tras lo cual me acercaron a un teléfono para que llamara a casa. Se puso mi hijo mayor y le dije que me había roto una pierna y que igual llegaba tarde. Es lo que ocurre cuando uno se parte algún hueso: escayola, para casa a pasar cuarenta días de baja y al lío de nuevo. En vez de eso, me enviaron a la Quirón donde me informaron de la gravedad de la lesión: fractura de tibia y peroné bastante aparatosa en pierna izquierda y rotura de ligamento interno en rodilla derecha. Había que operar ambas piernas sin demora. Volví a llamar a casa y me hice a la idea de que, por primera vez en mi vida como enfermo y no como acompañante, habría de pasar algún tiempo en el hospital. Salí de allí en silla de ruedas. Tuvieron que volver a operarme para hacer un injerto de hueso. Con el tiempo pasé de la silla a andar con dos muletas, luego con una, hasta que pude abandonarla. Y al cabo de un año y un día, torné al trabajo. No voy a hablar de lo dura que fue la recuperación ni de los viajes diarios a Barcelona, en ambulancia, taxi y tren hasta que me dieron el alta. Si diré que, aunque ya había decidido no escribir más, algunos poemas nacieron de aquella situación que luego reuní bajo el título de Los pasos quebrados, un poemario que espera editor. Con la pata quebrada, como yo en estos momentos, aunque ya he salido a almorzar y dar algún pequeño paseo y él continúa inmóvil en una carpeta o cajón virtual esperando una voz que le diga: levántate y anda.