En mi juventud, cuando
ya concebía poemas decentes y me obligaba a escribir en prosa pensamientos,
crónicas, vivencias… para lograr soltura, leía, entre otros, los artículos de
Julián Marías que escribía en Triunfo sobre
cine y, sobre todo, leía a Francisco Umbral. El estilo periodístico de Umbral,
y el literario también, es original y único. Leía sus artículos cuando los
tenía a mano y, por aquella época, me hice con Las ninfas y Los helechos
arborescentes. Creo recordar que es en el primero, que fue premio Nadal, donde habla del escritor adolescente y de la necesidad, como
decía Baudelaire, de ser sublime sin interrupción. Y a ello aspiraba yo,
aprendiendo a salto de mata, sin orden ni concierto, en un revoltijo de
lecturas variopintas, y tirando de diccionario para ir paso a paso moldeando
palabras en la adobera, palabras que ponía a secar al sol de las frías noches
castellanas a fin de usarlas sobre aquellos primeros cimientos del que sería
sublime edificio futuro. Leía a Paco y lo tuteaba embebiéndome en su estilo
mientras buscaba el mío propio. Leía al autor de Mortal y rosa, al filósofo Marías y a Miguel Delibes porque los tres estaban vinculados a
Valladolid. Marías nació en la ciudad del Pisuerga y creció en Madrid, Umbral
hizo el recorrido contrario y Delibes fue vallisoletano toda su vida. Paco me
descubría una ciudad romántica y canalla y Miguel una Castilla rural que
difería de la que yo conocía y un habla de pueblo que desconocía. Ambos despertaban
en mí el amor a la tierra y el gusto por
las palabras bien fraguadas y enlucidas. La escritura de Julián era más académica,
más de aprender y gustar del cine que también ocupaba gran parte de mis ocios. Luego
vinieron otros muchos autores y los diccionarios enciclopédicos. Y fui
aplomando palabras en estantes de viento, tochos de arcilla, hormigón, mármol…
para tornar después a los orígenes, a esas palabras campesinas y aladas que me
acompañan en este retiro de relecturas y reescrituras mientras cae la tarde, el
telón del drama, o un the end infinito
desde la macilenta pantalla. Continuo leyendo, explorando nuevos autores y autores olvidados, descubriendo palabras, tesoros
en yacimientos velados o bajo el cielo más nítido. Soy deudor, como todos, del verbo que uso, de
los materiales y la estructura y hasta es posible que lo que ahora digo ya haya
sido dicho. Porque usamos el lenguaje como un don, como un legado para construir
belleza intangible, una obra, un poema que nos sobreviva sobre el cenotafio que
alberga las últimas palabras.