Viví en la calle de Las Eras, número 18. Pero en tal calle no figuraba rótulo alguno con su nombre, ni la casa lucía número visible ni invisible (ahora que lo pienso tal vez no fuera el 18 porque tal guarismo corresponde al día de mi nacimiento y puede haber un trasvase de fechas en mi maltrecha memoria). Recuerdo calles, como la de Fortunato Gaite Carrancio (el hombre fue diputado a Cortes, lo que le valió que pusieran su rimbombante nombre a la rúa que va de la plaza de la Iglesia a la del Ayuntamiento), que sí tenían su placa de mampostería. Sin embargo eran pocas, porque la calle de la Estación, de las Eras o del Molino, pongo por caso, no la necesitaban, pues todo dios conocía donde llevaban y, por tanto, cuál era su gracia. Muchas eran más conocidas por el apelativo popular que por la denominación oficial. Algunas podían generar dudas y discusiones, como la calle Larga y la Corta, la de Delante y la de Detrás. Y otras, en fin, puede que no tuvieran ni nombre. Claro que tampoco era necesario. Se conocía todo el mundo y las cartas, sólo con la mención del pueblo y del destinatario, llegaban a buen término. Los lugares pequeños tienen esa ventaja y la desventura del abandono y la falta de medios y recursos básicos para la convivencia y el desarrollo.
En muchas poblaciones hay calles con nombres de
poetas. Algunos nacieron en ellas y es un mínimo homenaje a quienes,
seguramente, no fueron p(r)o(f)etas en su tierra. Y es que los poetas existen
(a más de para rellenar olvidos, esquinas y cruces) por poner cierto orden en
la turbamulta de poemas que pululan por los libros y las redes. Aún así hay
autores (¿?) que se atribuyen creaciones de otros y textos mal ubicados a
conciencia o por negligencia. Y anónimos que hacen bueno el poemilla de Manuel
Machado:
Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.
Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.
Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.
Romeros poetas, sean vuestros cantares de todos como el aire que
exigimos trece veces por minuto.
Que no los escriba nadie y los conozca hasta el aire. ¡Qué bueno sería que no
tuvieran nombre las calles y no supiéramos quien escribe los versos que la vida
nos dicta! ¡Que no hubiera pandemias que cambian de apelativo como se cambia de
gobierno y de rótulos en las grandes avenidas! ¡Que no hubiera plagios porque
fueran anónimos los poetas! ¡Que no hubieran (¡ay!) guerras a las puertas de
ninguna casa ni locos que deciden quien vive y quien muere! ¡Que la paz no
fuera una paloma sucia de ceniza y sangre! ¡Que hubiera carteros (y políticos)
que conocieran a los habitantes de cada rincón y que cada rincón fuera igual de
importante ante la ley y la justicia!
Imagen: La Vall d'Almonesir (Castelló)