Yo, señor, nunca tuve oportunidad de saber. Mi casa era pobre con el retrete fuera. Hube de ingeniármelas para sobrevivir en tierra de pícaros y estudiantes. La necesidad aguza el ingenio mas impide el conocimiento que da una vida relajada. Tampoco era yo fácil de entendederas. “El Poíllo”, pongo por caso, también menguado de posibles, poseía en cambio inteligencia innata para comprender las cosas que leía o escuchaba. Así obtuvo la beca que le permitió estudiar en Valladolid una Maestría de esas que te resuelven el oficio que en el futuro te dará de comer. Cierto que tenía mimbres para más altas cotas, pero ganar el pan de cada día precisa sacrificios y no fue más allá. Empero yo abandoné pronto la escuela. Ahora que intento aprender por mi cuenta, comprendo la importancia de tener buenos maestros y medios para estudiar en su tiempo y lugar.
Yo no soy ilustrado y esta afición por
leer me llegó tardía. Ya me hubiera gustado ser de otra pasta y condición y
aprovechar mis correrías por la ciudad de otra manera. Vivir en la pobreza,
bien lo sabe usted, coarta el acceso al conocimiento que la escuela y la
universidad otorgan. Si ser pobre es duro, serlo en Salamanca aún lo es más.
Quien no tiene oficio ni beneficio está expuesto a mayores tentaciones y
peligros que una persona cultivada y con la vida encarrilada por la próspera
senda del bien y la tranquilidad. Así, tempranamente, en vez de aulas frecuenté
celdas y cuartelillos. Y estaba de Dios que acabara con las manos manchadas de
sangre. No sé si la pobreza y la incultura son eximentes, pero ciertamente con
ellas se pagan de por vida los errores que uno pueda cometer. Con ellas y los
años de cárcel que llevo cumplidos, considero saldada mi deuda. Pero, ¿quién me
resarce a mí por la mezquina vida que me tocó en suerte?