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domingo, 24 de abril de 2022

DONDE EL MAR NO SE VE



Y ahora va la abuela y nos dice el cuento del marinero que nació tierra adentro. La abuela narra historias a todas horas porque viene de un tiempo donde la palabra era más valiosa que pan tierno, cuando los grandes hablaban y los pequeños escuchaban, y todos estaban de acuerdo con la ordenación del mundo.
 —Santiago —cuenta— nació lejos del mar, en un lugar tan retirado como esta aldea nuestra. En aquellas fechas, mucha gente de aquí y de allá ignoraba que cosa era el mar, algunos ni siquiera habían oído de hablar de él. Cierto día, ya adolescente, unos zíngaros que recorrían caminos y pueblos estañando cacerolas, afilando cuchillos y tijeras, reparando enseres de cultivo, danzando y entonando canciones, recitando aleluyas y versos, narrando acontecimientos tan extraordinarios como verídicos y ganándose con esto la vida y el cielo, mencionaron la mar, ¡qué digo!, la dibujaron con palabras, sonidos y voces tales que parecía que las olas bajaran como una galerna por las montañas y se amansaran avanzando plácidamente por el valle donde discurre nuestro río, ignorante, entonces como ahora, de su destino marinero. Hablaron de monstruos que salían de sus escondrijos abisales para llevarse los barcos al fondo, de tesoros perdidos y nunca encontrados, de intrépidos marinos que descubrieron tierras fabulosas e imposibles de imaginar. Mencionaron también a los pescadores que faenaban días y noches en el mar para aprovechar sus recursos jugándose la vida. Cuando se marcharon, Santiago desapareció, no estaba en parte alguna. Muchos años después se supo que había ido con ellos para ver el mar. Y se quedó allí. Salía a faenar por la costa del Garraf y tuvo un hijo que un buen día, buscando sus raíces, hizo el viaje en sentido contrario.
 Yo escucho a la abuela fascinado y boquiabierto y me imagino, pescador como Santiago, cobrando un pez enorme que calma el hambre de toda la familia y mi hijo ya no quiere alejarse, porque a pesar de que la mar es dura y exenta de lujos para las gentes del litoral, para los pueblos que pierden esforzados marinos entre las olas embravecidas de voraces fauces misteriosas cobrándose en vidas humanas la pesca que libran en tiempo de bonanza, la vida del marinero es libre y maravillosa.
—Abuela —le digo— me gusta la mar, a pesar de no haberla visto nunca. Yo creo que siento el mismo deseo que sintió Santiago. Siento algo, algo…, algo como tiene que ser el amor. 
—Es una de tantas historias que se cuentan, niño mío. Antes la gente del interior no conocía el mar excepto raras excepciones como la de Santiago, el marinero de tierra adentro. Ahora la gente viaja y muchos han visto lejanas tierras, océanos y mares. Y tú, algún día, también verás la mar. 
—Ya sé que la veré. Pero yo quiero ser marinero. Si todavía vinieran los zíngaros, me iría con ellos. 
—Ay, hijito —dice la abuela, mirando para adentro o atrás, muy atrás, de ella misma... 
La abuela nos habla sin cesar, relata anécdotas, cosas que son verdad y cosas que son mentira. Yo lo escucho y oigo el rumor del mar y de la lluvia como si estuviera dentro de un sueño. Yo ando siempre por encima de las montañas oteando el horizonte, pero el mar no se ve. Y quiero ver el mar. Quizás si lo viera se amortiguaría este deseo que siento de bajar río abajo desde que sé que al final de los ríos siempre está la mar... 

 Y ahora va la abuela y cuenta la terrible historia del niño que subía a la montaña para ver el mar. Como el abuelo aquel que no conoció. La mar estaba tan lejana que no se podía ver. Así que cogió todo lo que consideró imprescindible para viajar hasta ella y, sobre una rueda de tractor, se lanzó a la corriente del río. 
—La vida es como una atracción de feria. Siempre dando las mismas vueltas y siempre cambiante de protagonistas. —La vieja va hablando cómo si lo hiciera para sí misma, sin cesar de mirar hacia la lejanía, hacia un mar que no se ve, una mar que late como la sangre más allá de los montes.

 (Abril, 2022. Escrito con un guiño cómplice a Ernest Hemingway y a Ana de la Arena)

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