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miércoles, 18 de mayo de 2022

SALAMANCA NO OTORGA

                                   

Yo, señor, nunca tuve oportunidad de saber. Mi casa era pobre con el retrete fuera. Hube de ingeniármelas para sobrevivir en tierra de pícaros y estudiantes. La necesidad aguza el ingenio mas impide el conocimiento que da una vida relajada. Tampoco era yo fácil de entendederas. “El Poíllo”, pongo por caso, también menguado de posibles, poseía en cambio inteligencia innata para comprender las cosas que leía o escuchaba. Así obtuvo la beca que le permitió estudiar en Valladolid una Maestría de esas que te resuelven el oficio que en el futuro te dará de comer. Cierto que tenía mimbres para más altas cotas, pero ganar el pan de cada día precisa sacrificios y no fue más allá. Empero yo abandoné pronto la escuela. Ahora que intento aprender por mi cuenta, comprendo la importancia de tener buenos maestros y medios para estudiar en su tiempo y lugar.

Yo no soy ilustrado y esta afición por leer me llegó tardía. Ya me hubiera gustado ser de otra pasta y condición y aprovechar mis correrías por la ciudad de otra manera. Vivir en la pobreza, bien lo sabe usted, coarta el acceso al conocimiento que la escuela y la universidad otorgan. Si ser pobre es duro, serlo en Salamanca aún lo es más. Quien no tiene oficio ni beneficio está expuesto a mayores tentaciones y peligros que una persona cultivada y con la vida encarrilada por la próspera senda del bien y la tranquilidad. Así, tempranamente, en vez de aulas frecuenté celdas y cuartelillos. Y estaba de Dios que acabara con las manos manchadas de sangre. No sé si la pobreza y la incultura son eximentes, pero ciertamente con ellas se pagan de por vida los errores que uno pueda cometer. Con ellas y los años de cárcel que llevo cumplidos, considero saldada mi deuda. Pero, ¿quién me resarce a mí por la mezquina vida que me tocó en suerte? 


domingo, 24 de abril de 2022

DONDE EL MAR NO SE VE



Y ahora va la abuela y nos dice el cuento del marinero que nació tierra adentro. La abuela narra historias a todas horas porque viene de un tiempo donde la palabra era más valiosa que pan tierno, cuando los grandes hablaban y los pequeños escuchaban, y todos estaban de acuerdo con la ordenación del mundo.
 —Santiago —cuenta— nació lejos del mar, en un lugar tan retirado como esta aldea nuestra. En aquellas fechas, mucha gente de aquí y de allá ignoraba que cosa era el mar, algunos ni siquiera habían oído de hablar de él. Cierto día, ya adolescente, unos zíngaros que recorrían caminos y pueblos estañando cacerolas, afilando cuchillos y tijeras, reparando enseres de cultivo, danzando y entonando canciones, recitando aleluyas y versos, narrando acontecimientos tan extraordinarios como verídicos y ganándose con esto la vida y el cielo, mencionaron la mar, ¡qué digo!, la dibujaron con palabras, sonidos y voces tales que parecía que las olas bajaran como una galerna por las montañas y se amansaran avanzando plácidamente por el valle donde discurre nuestro río, ignorante, entonces como ahora, de su destino marinero. Hablaron de monstruos que salían de sus escondrijos abisales para llevarse los barcos al fondo, de tesoros perdidos y nunca encontrados, de intrépidos marinos que descubrieron tierras fabulosas e imposibles de imaginar. Mencionaron también a los pescadores que faenaban días y noches en el mar para aprovechar sus recursos jugándose la vida. Cuando se marcharon, Santiago desapareció, no estaba en parte alguna. Muchos años después se supo que había ido con ellos para ver el mar. Y se quedó allí. Salía a faenar por la costa del Garraf y tuvo un hijo que un buen día, buscando sus raíces, hizo el viaje en sentido contrario.
 Yo escucho a la abuela fascinado y boquiabierto y me imagino, pescador como Santiago, cobrando un pez enorme que calma el hambre de toda la familia y mi hijo ya no quiere alejarse, porque a pesar de que la mar es dura y exenta de lujos para las gentes del litoral, para los pueblos que pierden esforzados marinos entre las olas embravecidas de voraces fauces misteriosas cobrándose en vidas humanas la pesca que libran en tiempo de bonanza, la vida del marinero es libre y maravillosa.
—Abuela —le digo— me gusta la mar, a pesar de no haberla visto nunca. Yo creo que siento el mismo deseo que sintió Santiago. Siento algo, algo…, algo como tiene que ser el amor. 
—Es una de tantas historias que se cuentan, niño mío. Antes la gente del interior no conocía el mar excepto raras excepciones como la de Santiago, el marinero de tierra adentro. Ahora la gente viaja y muchos han visto lejanas tierras, océanos y mares. Y tú, algún día, también verás la mar. 
—Ya sé que la veré. Pero yo quiero ser marinero. Si todavía vinieran los zíngaros, me iría con ellos. 
—Ay, hijito —dice la abuela, mirando para adentro o atrás, muy atrás, de ella misma... 
La abuela nos habla sin cesar, relata anécdotas, cosas que son verdad y cosas que son mentira. Yo lo escucho y oigo el rumor del mar y de la lluvia como si estuviera dentro de un sueño. Yo ando siempre por encima de las montañas oteando el horizonte, pero el mar no se ve. Y quiero ver el mar. Quizás si lo viera se amortiguaría este deseo que siento de bajar río abajo desde que sé que al final de los ríos siempre está la mar... 

 Y ahora va la abuela y cuenta la terrible historia del niño que subía a la montaña para ver el mar. Como el abuelo aquel que no conoció. La mar estaba tan lejana que no se podía ver. Así que cogió todo lo que consideró imprescindible para viajar hasta ella y, sobre una rueda de tractor, se lanzó a la corriente del río. 
—La vida es como una atracción de feria. Siempre dando las mismas vueltas y siempre cambiante de protagonistas. —La vieja va hablando cómo si lo hiciera para sí misma, sin cesar de mirar hacia la lejanía, hacia un mar que no se ve, una mar que late como la sangre más allá de los montes.

 (Abril, 2022. Escrito con un guiño cómplice a Ernest Hemingway y a Ana de la Arena)

lunes, 18 de abril de 2022

FECHAS

 


Ella se acuerda de todas las fechas. Todos los nacimientos, las bodas, las defunciones. Como lo hicieron siempre las mujeres de la casa. Los hombres recuerdan otras fechas y otros nombres. Sólo ella sabe las efemérides del llanto y la alegría. A mí me agrada escucharla cuando habla. Es como abrir una puerta al tiempo, un portal a una dimensión olvidada. Mi tío conoce las fechas de todas las batallas desde que hay registros históricos. Habla de derrotas y victorias como quien lo hace del tiempo que hizo ayer. El abuelo controlaba los santos y festividades religiosas. Siempre anunciaba la conmemoración del día y, si le daban un nombre, decía cuando se celebraba su onomástica. En casa siempre fuimos muy de fechas. Mi hermano, por ejemplo, es ducho en datar ciertos acontecimientos deportivos y yo ando memorizando nacimientos y defunciones de poetas reconocidos o que me parecen importantes. Cada cual arrima las fechas a su sardina. Y es que hay fechas para todo porque el tiempo no se detiene y hay más días que longanizas. Un primo lejano comenzó con el santoral y ahora se ha pasado a la celebración del día mundial de…, que tiene más caché y  aceptación entre los neófitos. En mi familia coleccionamos fechas como quien colecciona sellos.

Ella sabe todas las fechas y avisa cuando llegan. Mientras tenga memoria estaré viva, dice cuando evoca otros tiempos o nos avisa que nos vamos haciendo mayores. Ayer mismo recordó que su padre nació con el siglo y murió un viernes de dolores. Aquella semana santa también cayó en abril. Pero hoy, lunes de pascua, se ha quedado sentada al sol primaveral en su mecedora y no ha abierto la boca en todo el día. Mi hermano recuerda que el Barça ganó su última champions a la Juve el sábado seis de junio de 2015. Mi tío despotrica contra las guerras actuales. Mi primo, el segundo de tres hermanos, dice que su día es el 12 de agosto. Y yo repaso la generación del 27. Ella calla.

Ella calla y es como si acabara el mundo. ¿Qué vamos a hacer cuando no nos diga quien cumple años mañana, cuándo se casaron las mellizas o cuántos años hace que murió la tía Asunción? Estas cosas no las sabe el facebook. Y ella calla Y mira la puesta de sol. Y se mira para los adentros. Y me mira a mí como diciendo: acuérdate de esta fecha.


lunes, 10 de enero de 2022

LAS COSAS DE CASA

  


Cierto poeta escribió, hablando de su madre:

Con caricia de nieve se posaban

en la leña, el puchero, los armarios,

en las cosas de casa cotidianas,

las desoladas aves de sus manos…

Al leerlo me vienen a la memoria las estancias y las cosas de la casa de mi infancia. La sala con su estufa de leña, la alcoba, el largo portal donde mi hermano y sus amigos jugaban a matar indios con canicas, la cocina que era el lugar más caliente y concurrido, mi habitación, el desván, el corral, la cuadra sin animales y sin puerta en cuyo hueco instaló mi padre un columpio y encumbrada en él iba del cegador sol del exterior a la fresca umbría, del día a la noche, de un reino a otro, de universo en universo a través de un portal interestelar…, el armario de formica encima del cual cogía polvo la enorme cazuela que, pasados los años, resultó de un tamaño harto normal y que habría de servir para el guiso del día de mi boda, según decía madre que guardaba en un baúl guarnecido con las iniciales de su tío, el dulzainero, mi futuro ajuar..., el porrón, los candiles, la única muñeca que tuve en mi vida y el carretón donde aprendió a andar mi hermano, el transistor Vanguard (pero eso ya fue cuando teníamos luz eléctrica y lo pude comprar con mis primeros sueldos)… A mi hermano le llevo nueve años y siempre que nos juntamos hablamos de la casa y sus cosas, de las trastadas y los buenos momentos aunque hay recuerdos que difieren y circunstancias que uno de los dos ha olvidado.

Yo era muy lista y, como quería ser maestra, enseñaba a mi hermano y a los niños de los vecinos para que cuando fueran a la escuela ya supieran leer y escribir. Como mi madre trabajaba en el campo y a mí me encantaba la casa, la arreglaba a mi gusto que, normalmente, no era el suyo. Así que, para evitar conflictos y malos entendidos cuando terminé la escuela me fui a servir a Madrid. Pero, como tenía vocación de madre, siempre que volvía le traía regalos a mi hermano (los primeros reyes que tuvo se los traje yo y, aunque él sabía la verdad, colocó con mucha ilusión sus zapatos tristes en la ventana y por la mañana del 6 de enero me comió a besos). Le traía regalos y removía toda la casa y cambiaba de sitio las cosas porque mi madre no sabía de la misa la mitad y tampoco le ponía el mismo interés que otras madres. Anduve por gran parte de España y en el extranjero. En Suiza me eché novio y nos casamos en el pueblo, como debía ser. Nos vinimos a vivir a Sabadell donde él tenía una hermana y tuve, por  fin, mis cosas de casa dispuestas a mi gusto en mi propio hogar. Las cosas de casa que recordarán mis hijos cuando tengan mi edad. ¿Las recordaré yo? ¿Se acordaba mi madre de las cosas de su infancia? ¿Eran las mismas que yo evoco? ¿Tenían para ella la importancia que yo las doy? ¿Las añoró en su lecho de muerte, tras 26 años de viudedad, casi centenaria, lejos de su casa, aislada y sorda en un mundo desconocido para nosotros? ¿Dónde volaron las desoladas aves de sus manos? El polvo del tiempo se posa lentamente sobre las calladas cosas de la casa. Pongo el puchero al fuego. Hoy no es fiesta y sólo somos dos a comer.

 

CUANDO EL MUNDO SE LLAMABA CERRALBO

    Todos los buenos autores poseen su propio estilo, definido e inconfundible. Los lectores, luego, por afinidad, gusto u otras circunsta...