miércoles, 30 de marzo de 2022

LUGARES DE PASO

 


Queremos pensar que estamos de paso por la vida, deseamos creer que nuestra meta no es la muerte. Que no tenemos la capacidad de discernir y tomar conciencia de nuestra existencia para terminar siendo polvo y recuerdo en el mejor de los casos. Ante la duda, deseamos dejar huella de nuestra breve andadura, de la realidad que vivimos o soñamos y para ello nos servimos del arte y de la historia; usamos las palabras como rastro y vereda, como conciencia de nuestros actos. Los lugares por donde pasamos cuentan nuestro avance por la vida.

 Nuestro primer contacto con la existencia terrenal es el lugar de nacimiento. Para muchos será nuestro pueblo para siempre, aunque lo hayamos dejado atrás. Hay gentes de un sólo término o paraje, que nacen, viven y mueren en el mismo sitio, pero la condición natural del hombre es el nomadismo. Fue y es el motor del progreso. El nómada surge para satisfacer la curiosidad innata del hombre  hacia lo desconocido. Incluso el sedentario abandona su hogar en ocasiones, aunque sea para hacer turismo.  Otros marchan se su lugar de origen impelidos por la necesidad: la guerra y el hambre en el sur empobrecido por la codicia de unos pocos, el deseo de un futuro mejor en  países más favorecidos pero con una clase política que legisla para su bolsillo. Uno deja su lugar de nacimiento, y a veces su país, por múltiples causas y va olvidando señales y vestigios por lugares de paso que jalonan su existencia.

Yo, lo dije alguna vez, tuve una infancia pequeña y castellana. Abandoné el pueblo pero nunca lo olvidé. Allí sólo crecen recuerdos, es un territorio de ausencias que me obliga a tornar a él de vez en vez. Aunque viajemos conociendo mundo, gentes y paisajes, considero lugares de paso aquellos en los que he vivido al menos una larga temporada y han dejado impronta permanente en mí. Tras Sardón, Castillo y Elejabeitia sirvió para darme cuenta de la falacia de la religión. Los frailes gabrielistas, en dos años de internado, me apartaron, sin proponérselo, de su dios, que era el dios del imperio (todo escrito con inicial mayúscula) y me alentaron a escribir. Después, Valladolid, durante cinco años de estudios y dos de trabajos y amoríos, fue  apodíctica estancia donde se forjó el poeta que soy ahora. Ignoro si Sabadell, mi residencia más durable, será mi último lugar de paso. Cuando dejé la escuela, quería ser escritor y vivir en Sardón. Ahora, que no soy escritor ni moro en el pueblo, quisiera acabar mis días junto al mar, tal vez en algún rincón levantino porque Valencia es otro lugar de paso al que vuelvo con frecuencia. Y esperar ligero de equipaje, como dijo el poeta sevillano, la nave que nunca ha de tornar, pues

 que sólo hombres somos, somos huellas
de pasos en la mar y las estrellas.
 (Este estrambote pone punto y final a la serie de sonetos dedicados a Ángel Cazorla Olmo, hombre, poeta, amigo que, con el título Lugares de paso, presenté al tercer certamen de poesía Poetas de Almería) Aquí la obra completa.

domingo, 27 de marzo de 2022

POESÍA

 


El pasado lunes, entre otros, fue, y lo celebró quien quiso y pudo, el Día Mundial de la Poesía. En este moderno santoral de la ONU y sus organismos oficiales hay días de todos los colores y para todos los gustos. Curiosamente estas jornadas ecuménicas las celebra cada país, cada comunidad, y hasta cada poeta (el 21 de marzo), desde su particular hagiografía patria. Hay gente ignara y poetas cuerdos que no lo festejan de manera especial. El día de la poesía, como el de la mujer y tantos otros es, o debe serlo, cada día, cada amanecer, sin necesidad de proclamarlo y retuitearlo a los cuatro vientos. Internet es terreno propicio para que nazcan, crezcan y mueran todo tipo de yerbas, buenos frutos y cizaña. El consumidor ha de saber elegir, y discernir la ambrosía de la ponzoña o el simple yerbajo inútil. Como todo en la vida. En las redes sociales se lee muy buena poesía junto a harapos que quieren pasar por vestimenta de versos. Hay poetas, que lo son dentro y fuera de ellas y pseudo-poetas jaleados por malos lectores de poesía. Unos y otros se manifiestan porque la viña del señor tecnológico no distingue la buena semilla del esqueje ponzoñoso o el liquen advenedizo. Y este inicio de la primavera o el otoño, según se mire, propicia el lirismo, qué duda cabe. Y puede que aumente el número de lectores, cual sucede en el día del libro, al menos de boquilla, lectores de poesía, o de cierta poesía. Yo, ya digo, soy más de celebraciones a salto de mata y de escribir a ratos y cuando las musas me acucian en mi dulce retiro jubilar. Por eso me ha pasado el mentado día, y la semana toda, de puntillas. O casi.

Cuando en mi lejana juventud adquirí la Antología de Gerardo Diego, que reeditó Taurus, leí atentamente todas las poéticas que le enviaron los autores antologados por ver si descubría qué cosa era la poesía. No lo conseguí, pero me sirvieron de guía para la (poética) que figura al frente de mi primer libro. Cada poeta —escribía entonces— puede dar un concepto distinto de poesía. Por esto mismo la Poesía es inconceptual. La pregunta de Bécquer continúa en el aire admitiendo respuestas de toda índole. La  Poesía es múltiple y singular. Se la encuentra en cualquier parte. Desde entonces, tanto mi poesía como mi opinión sobre ella, apenas han cambiado, salvando la soltura y solvencia que da la madurez. Comprender el mundo y contarlo —he dicho alguna vez— es misión del poeta. O no comprenderlo y contarlo igualmente. Mirar con ojos diferentes y buscar las palabras que plasmen lo observado, el júbilo y el dolor, la injusticia y la libertad, el amor y la muerte. Ser aguijón y conciencia, compañero de copas y cómplice de versos.

La poesía nació para ser cantada porque el pueblo no disponía de muchos momentos de esparcimiento y además no sabía leer. Hay poesía propicia para el canto o la declamación. Y otra se puede adaptar. Paco Ibáñez, pongo por caso, como tantos cantautores y rapsodas, la ha popularizado, aunque dudo que la poesía llegue a quienes nunca serán capaces de abrir un libro de poemas como quien abre el cofre de un tesoro. Así y todo, la poesía se debe leer. En estos tiempos que vivimos con la imagen en el bolsillo, la poesía se debe leer. Y muchos  no saben hacerlo y los juglares ya no cantan para ellos. La poesía, es cierto, necesita tomar la calle con esperanza y libertad en las manos porque es también un arma, debe levantar la voz y pisar el barro y la sangre cuando es necesario. Pero exige también su noche y su silencio. Su infalible mañana y sus lectores. Seamos cómplices, amigos, leamos poesía. Cada vez me siento más deudor de ella, no por los versos que he escrito y los que aún pueda escribir, sino por los que he leído y leeré. Y por los que nunca se me revelarán.

miércoles, 16 de marzo de 2022

GOLPE A GOLPE

 



Golpe a golpe la vida nos va conformando en la fragua del tiempo. Vulcano modela, velazqueño y tiznado, nuestro siglo convulso mientras pasan las sombras por las calles vacías. Golpe a golpe forjamos espadas sin victorias, ilusión de cipreses. Y caen a nuestro lado —guerras, catástrofes, pandemias— esquirlas y brasas, fogonazos e ilusiones apagadas. ¿Es azar o conciencia que ordena cuanto pasa quien rige los destinos?

El caso es que por aquí andamos contando con los dedos universos y sílabas mientras merodean las musas y caen obuses en Ucrania, en las calles y edificios de Kiev, Odesa y otras localidades que nunca antes oímos nombrar, edificios civiles tan iguales a los nuestros, tan indefensos como los nuestros. Y aumentan los muertos día a día, golpe agolpe. Y los refugiados que huyen de la sinrazón de la guerra. Entre tanto, llueve para disimular este invierno seco que termina, y un manto de polvo saharaui cubre las ciudades y la nieve de Europa. Acariciando un teclado que necesita renovarse, escribo en la noche junto a libros que se acumulan sin leer en estanterías desbordadas. No hay tiempo para la lectura ni para nada. La vida siempre es corta y nunca la aprovechamos como es debido. La vida siempre es corta y algún hijo de puta la destroza y arrebata jugando a ser juez y mesías

Golpe a golpe, verso a verso, canta Serrat a punto de retirarse, con Don Antonio al fondo, desnudo en el naufragio de la última nave cainita y atroz. Me duele el alma lacerada, las articulaciones  y las heridas antiguas. Y un frío que viene del principio de los tiempos se instala en los huesos. Pero no queda otra que vivir. Vivir pensando en los suicidas que cobrarán voz y presencia este verano en la Vega de Granada. Cinco suicidas, un indigente, un notario y una prostituta (la única mujer del repertorio) sobre un escenario y desde las páginas de un libro, compartidos con los otros premiados, me mirarán ajenos y de frente, y ya no serán los mismos personajes que concebí un lejano día.

Golpe a golpe, año a año, ininterrumpidamente desde 2007, cuando ya le iba cogiendo, de nuevo, gusto a la pluma y a internet, han ido cayendo premios, de poesía sobre todo, alguno de narrativa y éste de Albolote (Granada), que recogeré el 17 de junio, por una obra dramática breve.  Golpe a golpe, premio a premio, recital a recital, acto a acto, he conocido (y conoceré) poetas, músicos, escritores y gentes que hacen de la cultura un lugar cálido y acogedor.  Gentes y lugares  para descubrir la vida que late pese a todo y, golpe a golpe, voy desgranando por estos andurriales de la literatura de andar por casa.

                                                                                                                                       

lunes, 7 de marzo de 2022

CALLES SIN ROTULAR Y POEMAS SIN AUTOR

 


Viví en la calle de Las Eras, número 18. Pero en tal calle no figuraba rótulo alguno con su nombre, ni la casa lucía número visible ni invisible (ahora que lo pienso tal vez no fuera el 18 porque tal guarismo corresponde al día de mi nacimiento y puede haber un trasvase de fechas en mi maltrecha memoria). Recuerdo calles, como la de Fortunato Gaite Carrancio (el hombre fue diputado a Cortes, lo que le valió que pusieran su rimbombante nombre a la rúa que va de la plaza de la Iglesia a la del Ayuntamiento), que sí tenían su placa de mampostería. Sin embargo eran pocas, porque la calle de la Estación, de las Eras o del Molino, pongo por caso, no la necesitaban, pues todo dios conocía donde llevaban y, por tanto, cuál era su gracia. Muchas eran más conocidas por el apelativo popular que por la denominación oficial. Algunas podían generar dudas y discusiones, como la calle Larga y la Corta, la de Delante y la de Detrás. Y otras, en fin, puede que no tuvieran ni nombre. Claro que tampoco era necesario. Se conocía todo el mundo y las cartas, sólo con la mención del pueblo y  del destinatario, llegaban a buen término. Los lugares pequeños tienen esa ventaja y la desventura del abandono y la falta de medios y recursos básicos para la convivencia y el desarrollo. 

En muchas poblaciones hay calles con nombres de poetas. Algunos nacieron en ellas y es un mínimo homenaje a quienes, seguramente, no fueron p(r)o(f)etas en su tierra. Y es que los poetas existen (a más de para rellenar olvidos, esquinas y cruces) por poner cierto orden en la turbamulta de poemas que pululan por los libros y las redes. Aún así hay autores (¿?) que se atribuyen creaciones de otros y textos mal ubicados a conciencia o por negligencia. Y anónimos que hacen bueno el poemilla de Manuel Machado:

Hasta que el pueblo las canta,
las coplas, coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.

Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.

Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.

Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.

Romeros poetas, sean vuestros cantares de todos como el aire que exigimos trece veces por minuto. Que no los escriba nadie y los conozca hasta el aire. ¡Qué bueno sería que no tuvieran nombre las calles y no supiéramos quien escribe los versos que la vida nos dicta! ¡Que no hubiera pandemias que cambian de apelativo como se cambia de gobierno y de rótulos en las grandes avenidas! ¡Que no hubiera plagios porque fueran anónimos los poetas! ¡Que no hubieran (¡ay!) guerras a las puertas de ninguna casa ni locos que deciden quien vive y quien muere! ¡Que la paz no fuera una paloma sucia de ceniza y sangre! ¡Que hubiera carteros (y políticos) que conocieran a los habitantes de cada rincón y que cada rincón fuera igual de importante ante la ley y la justicia!


Imagen: La Vall d'Almonesir (Castelló)

 

miércoles, 2 de marzo de 2022

GRAMÁTICA PARDA

 


En la escuela nacional de mi pueblo no cantábamos el Cara al sol. Nos tocó un maestro que no estaba por la labor de llevarnos por el imperio hacia dios, más bien pretendía que asimiláramos lo poco que podía enseñarnos. No era muy de aplicar el lema de la letra con sangre entra, tan en boga en tiempos de posguerra y leche en polvo, tampoco es que le hiciera ascos a la vara de mimbre o la regla, pero procuraba no ejercer el castigo físico o moral de manera habitual. No recuerdo ningún retrato del dictador en el aula que, seguramente, lo habría  y estaría junto a las banderas del régimen; mayormente éstas permanecían recogidas en un rincón o en el cuarto anexo donde se guardaba el material didáctico, los botes de leche y la leña para la estufa. Sí tengo muy clara la consigna que con buena letra campeaba en una esquina del encerado, bajo el crucifijo, y se cambiaba cada semana. El maestro la memorizaba, supongo que sería la misma para todas las escuelas, la escribía con esmero y nos ordenaba copiarla. Era una frase corta, tajante, directa, encaminada a inculcarnos el hábito de comulgar desde pequeños con las ideas social-nacionales. El pensamiento moral, más mesurado y  largo, con carga de enseñanza católica, se  renovaba diariamente y también lo copiábamos en nuestro cuaderno. Con el encerado ornado por la consigna y el pensamiento, iban apareciendo en la pizarra operaciones elementales de matemáticas y frases para analizar morfológica y sintácticamente. A mí se me daban bien los números, sobre todo raíces cuadradas y quebrados, que eran lo más complicado. Teniendo facilidad para escribir dictados y redacciones, la gramática nunca fue mi fuerte: me defendía en el análisis morfológico, y el sintáctico me producía sudores fríos. Los complementos directos, indirectos y circunstanciales siempre me han traído por la calle de la amargura. Y no digamos nada de los raros sujetos y demás zarandajas que pululan por las oraciones compuestas. Sin mencionar  los verbos y sus, a veces, enrevesadas conjugaciones. Si ya en la gramática elemental encontraba problemas, el hecho de que luego estudiara formación profesional, lastró mis conocimientos de lengua y gramática. Lo fui supliendo con libros y ejercicios que me ayudaban a escribir y resolvían las dudas con que me encontraba. Hay músicos que tocan de oído sin tener ni puñetera idea de notación musical y directores de obra que lo son por experiencia y no por poseer el título de ingeniero de caminos, canales y puertos.  Yo, como ellos, me servía del oído, la práctica lectora y la observación, para mis escritos. Y así continúo. Aunque el disponer de herramientas adecuadas que he ido acumulando a lo largo del tiempo no redime la carencia de una adecuada formación lingüística, me defiendo de manera aceptable sin ser ningún entendido.

Cuando quería ser escritor me imaginaba poseyendo una gran biblioteca y una mesa enorme llena de libros de consulta, carpetas y folios desordenados. Y una máquina de escribir eléctrica. Tengo la biblioteca, no tan poblada y espaciosa como quisiera, un buen hato de volúmenes que ya no consulto y un pequeño escritorio en una habitación que heredé de los hijos que viven fuera de casa. Tuve una buena máquina eléctrica a la que no le saqué provecho. Ahora todo está en la red y escribo frente a una pantalla. De vez en cuando gozo contemplando los gastados lomos de la Larousse Universal, abro, extasiado alguna Retórica y poética con más de un siglo de vida, hojeo libros de estilo y estilística literaria o abro, al azar, viejos diccionarios y tratados de redacción o teoría literaria. Alguna gramática poseo más, ya digo, nunca fue mi fuerte. Quizás porque mi destino era cultivar la gramática parda de la gente de pueblo y escribir a salto de mata sin pretensión de perdurar, no por falta de ganas, sino por aquello de zapatero a tus zapatos y cada mochuelo a su olivo. Por lo demás, qué coño me importa a mí si escribo oraciones o sintagmas y quién es el sujeto en cada una de ellas, o si el complemento es directo o indirecto, circunstancial o agente. A escribir se aprende leyendo e imitando. Si alguien quiere destripar lo que sale y disfruta con ello, adelante. Para buscarle tres pies al gato habrá quien dará vueltas y vueltas y quien, de un tajo alejandrino, lo dejará cojo por las bravas. Ya lo sabía Cervantes, que puso en boca de Sancho todo lo importante de la gramática. He dicho.

 

sábado, 26 de febrero de 2022

LA PATA QUEBRADA

 

Esta semana la paso de reposo absoluto con un vendaje compresivo en la rodilla izquierda. A ciertas edades cualquier accidente tonto nos mete en boxes durante un tiempo. Y es que ya tenemos chasis y motor muy tocados y cualquier roce resulta problemático. Desde que en 2016 se bloqueara la maquinaria motriz por obstrucción en los conductos circulatorios y me viera obligado a retirarme de la alta competición laboral porque ya no bombea el combustible a un ritmo competitivo, he tenido un par de percances en el sistema locomotor. El primero en 2019, siendo pensionista por enfermedad, debido a una aparatosa caída sobre la calzada en una calle perpendicular a la Rambla con aceras mínimas. El sol matinal no me permitía ver con nitidez y decidí limpiar las gafas con el fieltro que llevo para tal fin, sin dejar de caminar con la alegría primaveral que la despejada mañana imponía. Frente a mí circulaba una señora con un niño en un carrito. Me aparté hacia la calzada para dejarla paso, con la mala fortuna de pisar de el bisel del bordillo, perdiendo pie. Instintivamente aterricé sobre el asfalto con las manos por delante, rompiendo las gafas y produciéndome un hematoma en el pulpejo de la palma derecha que la mujer, madre preparada, eliminó con un espray milagroso. Me levanté dolorido con el morro de un coche, que hubo de frenar de golpe para no atropellarme, delante de las narices. Me produje un esguince en el tobillo derecho que me obligó a usar muletas durante un tiempo para realizar mis habituales quehaceres. Y el segundo, el pasado martes, siendo ya un feliz jubilado que pasea a la perrita de su hijo cuando éste trabaja. En un pipican de esos modernos donde los perros juegan, corren y hacen sus necesidades, fui arrollado por Gala que con seis meses me llega al muslo con su lomo de pastor belga. Corría con otro perro y me pilló desprevenido golpeándome como una exhalación la pierna izquierda a la altura de la rodilla. Noté el brusco giro sobre el pie apoyado y un fuerte pinchazo en el ligamento interno. Me dejé caer al suelo rodeado por dueñas y dueños de canes (que en esto parece que hay mucha paridad) y, tras reponerme en uno de los bancos del lugar, retorné a casa como pude. Y aquí estoy. No hay rotura y en una semana estaré restablecido. En casa y con la pata quebrada paso revista a los accidentes de mi vida. Recuerdo algunas heridas y quemaduras que me produje de pequeño; nada extraordinario. Con 13 años ya había abandonado la escuela y comencé a trabajar en el campo. Vendimié, recolecté patatas y esculé remolacha para irme haciendo a la idea de lo duro que es trabajar la tierra. La remolacha azucarera, que tiene un tamaño considerable, se extraía volteando la tierra con el arado y se esculaban una a una, separando las hojas de la raíz con el golpe seco y certero de un hocino. Para ello apoyaba la remolacha sobre la rodilla izquierda ligeramente flexionada quien era diestro y sobre la derecha quien zurdo, dejando cual cabellera al aire las hojas, que se guillotinaban a golpe de hoz. Había que ser hábil, recio y preciso para lograrlo de un solo corte en el lugar exacto, manteniendo un ritmo constante y cuidando de no clavarse la herramienta en la rodilla, como a la postre me sucedió a mí. Fue mi primer accidente laboral y, lo que son las cosas, en la misma rodilla que llevo vendada ahora. Años más tarde, acabada la oficialía de torno, trabajé los meses estivales en un taller metalúrgico de Valladolid. No llevaba calzado de seguridad y a finales de septiembre, a punto de acabar el contrato, me corté a ras de bamba en la zona posterior de la pierna (he olvidado cuál de ellas) con la viruta desprendida del torno que se acumulaba en el suelo como una deslavazada serpentina de acero. Recuerdo que el médico de la empresa me cosió la herida en vivo y me mandaron a la mutua que extendió mi primera baja laboral. Comencé primero de maestría de baja y cobrando. Se puede decir  que con mala pata y buen pie. Años después, trabajando en Industrias del Fleje de Sabadell, me taladré el índice de la mano izquierda con una broca. Lo reseño como curiosidad pues nunca se me ha dado bien andar con las manos, ni siquiera hacer el pino. Pero, cuando tuve verdaderamente la pata (ambas piernas para ser justos) quebrada fue como consecuencia del grave accidente laboral del 18 de junio de 1997 durante las obras de la estación de Magoria (FGC), cerca de la Plaza España de Barcelona. Andaba comprobando las uniones soldadas de unas vigas transversales a cinco o seis metros del suelo. Accedía por una escalera de mano apoyada en la viga incumpliendo la norma de seguridad que dice que el final de la escalera debe sobresalir del punto de apoyo. En este caso porque el techo estaba demasiado cerca. Para soslayar el peligro, dos peones sujetaban la escalera mientras yo permanecía en ella. Cercana la hora de la comida, me disponía a hacer la última comprobación cuando el encargado haciendo una seña a uno de los peones para que se fuera con él, dijo: “Me llevo a éste que me hace falta. Aquí te dejo otro”. Y se llevó al que ponía la bota para que la escalera no se fuera para atrás, digo yo, porque antes de alcanzar la viga noté como cedía el mundo bajo mis pies y caía a plomo sobre el hormigón y los raíles. Llegué a percibir unos sacos amontonados e hice intento de saltar hacia ellos pero, sin punto de apoyo y sin tiempo material, me encontré tendido en el suelo. Entre varios operarios me colocaron sobre los sacos y el encargado no se separó de mí hasta que llegó el personal sanitario. Yo sabía que tenía la pierna izquierda rota porque presentaba un ángulo anormal y me dolía más que el resto del cuerpo. La chica de la ambulancia me la puso recta para inmovilizarla. Ahí sí que vi las estrellas. En el Clínico me cosieron una brecha que me produjo la escalera al golpearme la cabeza y me hicieron las pertinentes radiografías, tras lo cual me acercaron a un teléfono para que llamara a casa. Se puso mi hijo mayor y le dije que me había roto una pierna y que igual llegaba tarde. Es lo que ocurre cuando uno se parte algún hueso: escayola, para casa a pasar cuarenta días de baja y al lío de nuevo. En vez de eso, me enviaron a la Quirón donde me informaron de la gravedad de la lesión: fractura de tibia y peroné bastante aparatosa en pierna izquierda y rotura de ligamento interno en rodilla derecha. Había que operar ambas piernas sin demora. Volví a llamar a casa y me hice a la idea de que, por primera vez en mi vida como enfermo y no como acompañante, habría de pasar algún tiempo en el hospital. Salí de allí en silla de ruedas. Tuvieron que volver a operarme para hacer un injerto de hueso. Con el tiempo pasé de la silla a andar con dos muletas, luego con una, hasta que pude abandonarla. Y al cabo de un año y un día, torné al trabajo. No voy a hablar de lo dura que fue la recuperación ni de los viajes diarios a Barcelona, en ambulancia, taxi y tren hasta que me dieron el alta. Si diré que, aunque ya había decidido no escribir más, algunos poemas nacieron de aquella situación que luego reuní bajo el título de Los pasos quebrados, un poemario que espera editor. Con la pata quebrada, como yo en estos momentos, aunque ya he salido a almorzar y dar algún pequeño paseo y él continúa inmóvil en una carpeta o cajón virtual esperando una voz que le diga: levántate y anda.

 

sábado, 19 de febrero de 2022

CARTA A AMELIA


                                   

Estimada Amelia inmortal:

¿Me recuerdas?

Yo te recuerdo ahora en estas vicisitudes de la memoria, en esta exploración retrospectiva en que devienen los años cuando uno se levanta a las siete de la mañana, no por la urgencia del trabajo sino por el placer de hacerlo cuando son festivos todos los días, y siente pasar las horas en su justa medida sabiéndose vivo todavía.

Te recuerdo ahora como recuerdo ciertos nombres, ciertos rostros que alguna vez fueron cercanos y el tiempo ha difuminado junto a otros ya desaparecidos para siempre. La memoria es selectiva y el tiempo no pasa en vano. Tal vez debiera decir que la vida no sucede en vano. No fue banal conocerte. Perderte, ahora lo sé, no fue en vano.

Te recuerdo como recuerdo las mujeres que amé, que amo aún. Es infinita la capacidad de amor del ser humano. Y yo, recuérdalo, soy poeta.

Te recuerdo Amelia, inmortal Amanda, la calle mojada, y nosotros ignorando que la muerte jugaba con ventaja en un desconocido estadio de Santiago. Nos callaban tantas cosas entonces…

Te preguntarás por qué ahora, por qué te escribo después de tanto tiempo, cuando las cartas son correos electrónicos y prima la urgencia de tuits y wasaps y tú, te busqué, no estás en las redes sociales que transito, y ya nadie escribe cartas, y el género epistolar es una reliquia del pasado, por qué ahora cuando tú no vas a leer estas misivas y si las lees quizás no te reconozcas como su destinataria.

Tal vez porque he muerto y estoy vivo, porque ya conozco el argumento de la obra y quiero descubrir a través de ti a aquel tímido muchacho que vino a llevarse la vida por delante. Porque estoy lejos, Amelia, lejos de todo y en soledad y leo a Martí i Pol en su idioma que es también mío, y leo a Gil de Biedma y camino por los versos levantados, clavados, ¡ay!, en la dolorida piel de España. Porque nosotros ya no somos los mismos y tal vez estemos amándonos sin saberlo en algún universo paralelo. Porque eres remembranza y uno vive también, o solamente, en sus recuerdos.

Lo cierto es que te escribo ahora, en este nuevo año de esperanza, como lo fue el anterior, aunque nos saliera rana con tanto oleaje pandémico que nos atenaza aún en un disparatado oleaje, un continuo flujo y reflujo de mascarillas y prohibiciones. Saturado de consumismo y felicitaciones repetidas hasta la saciedad, te escribo porque quiero saber de ti en estos difíciles tiempos y contarte, decirte la vida sin ti. Escribirte al ritmo que late mi corazón es buena terapia para estar en paz conmigo mismo. Te escribo porque quiero decirte lo que no te dije o imaginar lo que te conté y no sabré nunca que lo hice porque ya no conservas mis cartas ni memoria de mí. Porque ya no eres tú y eres todas las mujeres del mundo que han amado y se han sentido amadas alguna vez, y sufren, y mueren, y luchan, y viven.

Te escribo como te escribía entonces. ¿Te acuerdas Amanda Amelia? Con el cuerpo destrozado por las balas y una canción en los labios que el tiempo no borró.



CUANDO EL MUNDO SE LLAMABA CERRALBO

    Todos los buenos autores poseen su propio estilo, definido e inconfundible. Los lectores, luego, por afinidad, gusto u otras circunsta...