Cierto poeta escribió, hablando de su madre:
Con caricia de nieve se posaban
en la leña, el puchero, los
armarios,
en las cosas de casa cotidianas,
las desoladas aves de sus manos…
Al leerlo me vienen a la memoria las estancias y las cosas de la casa de mi infancia. La sala con su estufa de leña, la alcoba, el largo portal donde mi hermano y sus amigos jugaban a matar indios con canicas, la cocina que era el lugar más caliente y concurrido, mi habitación, el desván, el corral, la cuadra sin animales y sin puerta en cuyo hueco instaló mi padre un columpio y encumbrada en él iba del cegador sol del exterior a la fresca umbría, del día a la noche, de un reino a otro, de universo en universo a través de un portal interestelar…, el armario de formica encima del cual cogía polvo la enorme cazuela que, pasados los años, resultó de un tamaño harto normal y que habría de servir para el guiso del día de mi boda, según decía madre que guardaba en un baúl guarnecido con las iniciales de su tío, el dulzainero, mi futuro ajuar..., el porrón, los candiles, la única muñeca que tuve en mi vida y el carretón donde aprendió a andar mi hermano, el transistor Vanguard (pero eso ya fue cuando teníamos luz eléctrica y lo pude comprar con mis primeros sueldos)… A mi hermano le llevo nueve años y siempre que nos juntamos hablamos de la casa y sus cosas, de las trastadas y los buenos momentos aunque hay recuerdos que difieren y circunstancias que uno de los dos ha olvidado.
Yo era muy lista y, como quería ser maestra, enseñaba a mi hermano y a los niños de los vecinos para que cuando fueran a la escuela ya supieran leer y escribir. Como mi madre trabajaba en el campo y a mí me encantaba la casa, la arreglaba a mi gusto que, normalmente, no era el suyo. Así que, para evitar conflictos y malos entendidos cuando terminé la escuela me fui a servir a Madrid. Pero, como tenía vocación de madre, siempre que volvía le traía regalos a mi hermano (los primeros reyes que tuvo se los traje yo y, aunque él sabía la verdad, colocó con mucha ilusión sus zapatos tristes en la ventana y por la mañana del 6 de enero me comió a besos). Le traía regalos y removía toda la casa y cambiaba de sitio las cosas porque mi madre no sabía de la misa la mitad y tampoco le ponía el mismo interés que otras madres. Anduve por gran parte de España y en el extranjero. En Suiza me eché novio y nos casamos en el pueblo, como debía ser. Nos vinimos a vivir a Sabadell donde él tenía una hermana y tuve, por fin, mis cosas de casa dispuestas a mi gusto en mi propio hogar. Las cosas de casa que recordarán mis hijos cuando tengan mi edad. ¿Las recordaré yo? ¿Se acordaba mi madre de las cosas de su infancia? ¿Eran las mismas que yo evoco? ¿Tenían para ella la importancia que yo las doy? ¿Las añoró en su lecho de muerte, tras 26 años de viudedad, casi centenaria, lejos de su casa, aislada y sorda en un mundo desconocido para nosotros? ¿Dónde volaron las desoladas aves de sus manos? El polvo del tiempo se posa lentamente sobre las calladas cosas de la casa. Pongo el puchero al fuego. Hoy no es fiesta y sólo somos dos a comer.
Jesus, magnífico repaso de un pasado, imaginado o vivido según se mire, porque el que más y el que menos llevamos adherido a nuestro adn, un reciente pasado, ese que vivimos o en su caso, que recordamos a través de comentarios de nuestros mayores. En fin, el mérito es saber contarlo como tú lo cuentas. Ahí está la gracia.
ResponderEliminarGracias, Araceli. Cada cual tiene sus virtudes y defectos. Yo también te admiro por tu forma de escribir y contar lo cotidiano. Un abrazo.
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