Andaba yo en el bar del hotel
Fray Sebastián de Nava de la Asunción, antesala del Premio Jaime Gil de Biedma
y Alba, charlando con el alcalde navero Juan José Maroto, José Antonio
García-Albi Gil de Biedma, sobrino del poeta y dos miembros del jurado,
Fernando Romera y David Ferrer, que acababan de llegar, cuando, ya el botellín
apurado sobre el mostrador, una voz con el acento inconfundible de Sardón,
aromada de tiempo y de pan, sonó a mi espalda. Me volví, sorprendido, y abracé
a otro Jaime, que no era poeta y, seguramente, sería ese sábado la primera vez
que oiría recitar un poema, al menos en una entrega de premios literarios.
Saludé efusivamente a Yoli, su mujer; la mía, Felicidad, mientras yo cumplimentaba
a Amador García Marugan, cronista de la villa, hizo de anfitriona como si en la
casa de su poeta se encontrara y estuvo con la pareja de Sardón durante todo el
acto que no tardó mucho en comenzar. Acabado el mismo, tras el refrigerio y las
despedidas, nos quedamos un rato charlando los cuatro en la terraza (hay que
hacer alguna concesión a las mujeres fumadoras) y me vino a las mentes otra
noche semejante cuando recalé, tras muchos años de ausencia, en mi pueblo natal
acompañado por mi esposa, su hermana Eugenia y el cuñado Michel. En el bar JAC
se prolongó la tertulia preñada de recuerdos y risas hasta altas horas de la
madrugada. Era una noche estival tan fresca como estas noches
inverno-veraniegas que nos toca vivir apenas iniciado febrero con la
procesionaria bajando de los pinos y los animales desorientados dudando si
dormir o copular.
Yo nací un martes, 18 de septiembre
de un año del mono que dicen y celebran los chinos, y los occidentales, sin
norte ni dios, acabaremos incorporando a nuestro ecléctico acervo. Yo nací un
martes y, justo una semana después, otro martes, mira tú, vino a nacer en la
puerta de al lado, Jaime. Digo en la puerta de al lado porque entonces se tenía
la costumbre de nacer en casa, atendida la madre por la partera y, a veces, con
el médico presente. De estos (Carmen y Milagros, vecinas, con Jaime y yo en sus
vientres nadando en el líquido amniótico de la felicidad) y otros embarazos
paralelos hablé allá por 2018 en Los 52 golpes. Jaime y yo crecimos
puerta con puerta al principio, y un poco más alejados, con el casoplón de los
queseros por medio, cuando su padre se hizo cargo de la panadería del abuelo
Román tras su fallecimiento. Siempre en la misma calle de las Eras. Siempre a
una semana de distancia. Yo era virgo por los pelos y él, libra por poco. Yo
tenía una hermana mayor, él, dos hermanos; luego le vino una hermana y tres
hermanos más. Él tenía tíos y tías en el pueblo que le daban la propina los
domingos; yo los tenía en Quintanilla y Valladolid, los veía pocas veces y no
me daban propinas. Crecíamos a la par, a veces él era más alto, a veces lo era
yo. Pero en la adolescencia me dejó atrás, abajo más bien. A él lo alimentaban
mejor.
Fue mi primer amigo y, aunque a
veces, siempre por poco tiempo, no nos ajuntabamos, éramos miembros
permanentes de la pandilla infantil que jugaba en la calle y en los campos
recolectando, sin saberlo, recuerdos para el mañana que ya se nos está acabando.
Fue mi primer amigo y, aunque las circunstancias nos hayan alejado más de lo
aconsejable, será también el último porque yo moriré una semana antes (no
revelo cuándo por mantener un poco de suspense).
Jaime se vino hasta Nava desde
Sardón para darnos un abrazo como si el tiempo y la distancia no fueran
dolorosos fenómenos físicos que alejan a los hombres, como si hubiera pasado
tan solo una semana desde la última vez que nos vimos o desde que éramos niños.
Y es que en una semana cabe un mundo y toda una vida cabe.
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