No tenía bicicleta, pero caminaba
orgulloso descascarando y engullendo pipas directamente de la cabeza cercenada
de un girasol que troceaba y repartía como botín de guerra, o preciada posesión
que otros, con bicicleta, no disfrutaban… Las semillas, al fraccionarlo, caían
al suelo. Alguna se escondía, hurtándose a la codicia de las aves y, al tiempo,
brotaban girasoles por los caminos. Mirabeles sin dueño como amapolas
amarillas. Mi madre, que conservaba la lengua de sus ancestros, les decía
mirasoles y así lo recogí yo en un poema: Un
mirasol de asombro grana la tarde.
Maduras las semillas, llegaba la
recolección. Los desgranábamos y poníamos a secar las pipas, algunas
impregnadas de agua y sal, otras tal cual. A veces también las tostábamos. Yo
las he comido de todas las maneras. También pipas de melón y de calabaza, lavadas
y secadas al sol.
Éramos niños que corrían, ciegos, entre girasoles. Con la corola de la flor, ya sin pétalos ni semillas, fabricábamos broqueles para nuestros juegos bélicos. No es que aguantaran mucho, mas tenían su estética: rodelas con la sucesión de Fibonacci al frente, repitiéndose como un mantra dorado que ahuyentara los golpes del destino, égidas de sueños, clípeos conformados por el viento, peltas de la naturaleza, escudos enormes para tiempos de paz simplemente… Y es que aquellos girasoles no tenían nada que ver con los que he contemplado después semejantes a margaritas amarillas en grandes extensiones subvencionadas por la comunidad europea.
Crecí y los girasoles desaparecieron de mi horizonte, pero no su fruto. Comía pipas de bolsa con sal (Qué rica La Pilarica, repita... No me iré de este mundo sin probar pipas Facundo…) en el cine y frente a la carretera, en la solana donde la gente esperaba al autobús, aunque algunos nunca lo tomaran. Primero las adquiría, como todas las chuches, donde la señora Beatriz, luego en ca la señá Auria que pasó a ser la expendedora de golosinas y otras yerbas y la mujer que más secretos conocía de los habitantes del lugar. Y, por último, en los bares.
Continué creciendo y dejé el pueblo, pero nunca abandoné el hábito de comer pipas…, aunque ahora se reduce a los momentos en que sigo un partido por televisión desde el sofá de casa; y las acompaño con una cervecita fría para mitigar el efecto de la sal y la nostalgia.